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Una canción de vida en medio de la ruina

 

Por Gao Jing, provincia de Henán

 

En 1999, tuve la suerte de aceptar la obra de Dios Todopoderoso de los últimos días. A través de la lectura de las palabras de Dios, percibía la autoridad y el poder que tenían esas palabras y sentía que eran la voz de Dios. Poder oír las palabras expresadas por el Creador a la humanidad me conmovió más allá de mi capacidad para describirlo y, por primera vez, en lo más profundo de mi espíritu, sentí la sensación de paz y alegría que trae al hombre la obra del Espíritu Santo. A partir de ese momento, me convertí en una lectora cada vez más ávida de las palabras de Dios. Tras unirme a La Iglesia de Dios Todopoderoso, vi que la iglesia era un mundo completamente nuevo, totalmente diferente al de la sociedad. Todos los hermanos y hermanas eran simples, amables, puros y estaban llenos de vida. Aunque no nos unía ninguna relación de sangre y todos procedíamos de diferentes contextos y teníamos nuestra propia identidad, todos éramos como espíritus afines que se amaban entre sí, que se apoyaban entre sí y que estaban unidos en la alegría. Ver esto me hizo sentir realmente lo feliz, gozosa, bella y dulce que es una vida adorando a Dios. Más tarde, vi estas palabras de Dios: “Como miembros de la raza humana y cristianos devotos, es responsabilidad y obligación de todos nosotros ofrecer nuestra mente y nuestro cuerpo para el cumplimiento de la comisión de Dios, porque todo nuestro ser vino de Él y existe gracias a Su soberanía. Si nuestras mentes y nuestros cuerpos no son para la comisión de Dios ni para la causa justa de la humanidad, nuestras almas serán indignas de aquellos que fueron martirizados por causa de aquella, mucho menos dignos de Dios, que nos ha provisto todo” (‘Dios preside el destino de toda la humanidad’ en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios me permitieron entender que, como ser creado, debía vivir por el Creador y que debía dedicarme y gastarme por completo para difundir y dar testimonio del evangelio de Dios de los últimos días; solo esta es la vida más valiosa y significativa. Y así, cuando me enteré de que muchas personas que vivían en áreas remotas y apartadas no habían oído el evangelio de Dios Todopoderoso de los últimos días, me despedí con resolución de mis hermanos y hermanas en mi ciudad natal y me embarqué en el viaje de difundir el evangelio del reino.

 

En 2002, llegué a una remota y atrasada área montañosa en la provincia de Guizhou para difundir el evangelio. La difusión del evangelio allí me exigía caminar muchos kilómetros por senderos montañosos todos los días y, a menudo, tenía que hacer frente al viento y a la nieve. Sin embargo, con Dios a mi lado, nunca sentí cansancio ni que aquello fuera una adversidad. Bajo la guía de la obra del Espíritu Santo, la obra del evangelio no tardó en prosperar allí, con cada vez más personas que aceptaban la obra de Dios de los últimos días, y la vida de la iglesia rebosaba de vitalidad. Guiada por las palabras de Dios, pasé seis felices y gratificantes años en ese lugar. Esto es, hasta 2008, cuando de repente sucedió algo extraordinario, algo que haría pedazos la alegría y la tranquilidad de mi vida…

 

Sucedió aproximadamente a las 11 de la mañana del 15 de marzo de 2008. Dos hermanos y yo estábamos en una reunión cuando, de repente, irrumpieron por la puerta cuatro policías que nos obligaron a echarnos al suelo rápidamente. Nos esposaron sin mediar palabra y luego nos empujaron y arrastraron hasta el interior de una camioneta policial. Dentro de la camioneta, todos tenían una sonrisa perversa y agitaban sus porras de descarga eléctrica apuntando hacia nosotros y, de vez en cuando, nos pegaban con ellas en la cabeza o en el torso. Nos insultaban salvajemente y nos decían: “¡Hijos de puta! Son tan jóvenes que podrían hacer cualquier cosa, pero no, ¡tienen que ir y creer en Dios! ¿De verdad no tienen nada mejor que hacer?”. El hecho de que nos arrestaran tan repentinamente me hizo sentir muy nerviosa, y no tenía ni idea de lo que nos esperaba. Lo único que podía hacer era clamar a Dios en silencio en mi corazón una y otra vez: “¡Oh, Dios! Hoy nos ha ocurrido esta situación porque Tú lo has permitido. Solo te pido que nos des fe y que nos protejas para que podamos dar testimonio de Ti”. Tras orar, se me metió en la cabeza un versículo de las palabras de Dios: “Sé leal a Mí sobre todo lo demás, avanza con valentía; ¡Yo soy tu roca fuerte, confía en Mí!” (‘Capítulo 10’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). “¡Sí!”, pensé yo. “Dios es mi apoyo y Él es mi sostén fuerte y poderoso. Sin importar en qué situación me encuentre, siempre y cuando pueda mantenerme fiel a Dios y seguir junto a Él, seguramente venceré a Satanás y lo avergonzaré”. El esclarecimiento de las palabras de Dios me permitió hallar fuerza y fe y, en silencio, ¡decidí que preferiría morir a abandonar el camino verdadero y no ser testimonio de Dios!

 

Una vez que llegamos a la comisaría, los policías nos sacaron bruscamente de la camioneta a rastras; luego, nos empujaron y nos llevaron al interior de la comisaría. Nos cachearon minuciosamente por todos lados y encontraron algunos materiales del evangelio y un teléfono móvil en las bolsas que pertenecían a mis dos hermanos de la iglesia. Al ver que no habían encontrado nada de dinero, uno de los malvados policías arrastró a uno de los hermanos y lo pateó y golpeó hasta que cayó al suelo. Después de eso, nos llevaron a habitaciones diferentes para interrogarnos por separado. Estuvieron interrogándome toda esa tarde, pero no consiguieron sacarme ni una palabra. Pasadas las 8 de la tarde, nos ficharon y anotaron que éramos tres detenidos anónimos antes de mandarnos a todos al centro de detención local.

 

En cuanto llegamos al centro de detención, dos funcionarias penitenciarias me quitaron toda la ropa. Cortaron todas las cosas metálicas que tuviera mi ropa y se llevaron los cordones de mis zapatos y mi cinturón. Descalza y sosteniéndome los pantalones, avancé estremecida hasta mi celda. Cuando me vieron entrar, las prisioneras se abalanzaron sobre mí como lunáticas y me rodearon por completo; todas me preguntaban al mismo tiempo cosas sobre mí. Las luces eran tan tenues allí dentro que sus ojos parecían grandes como platos; me miraban con furia y de arriba abajo llenas de curiosidad, mientras otras me jalaban de los brazos, tocándome y pellizcándome por todos lados. Sobrecogida, me quedé anclada en el lugar llena de miedo y sin atreverme a decir ni una palabra. Al pensar que tendría que vivir en ese sitio infernal con aquellas mujeres, sentí que iba a romper a llorar por la injusticia de todo aquello. Justo entonces, una prisionera que había estado sentada sobre la cama de ladrillos sin decir ni una palabra gritó de repente: “¡Ya basta! Acaba de llegar y no sabe qué es qué. No la asusten”. Luego, me dio una colcha para que me la pusiera alrededor del cuerpo. En ese momento, sentí una sensación de calidez y supe muy bien que no era esa prisionera la que estaba siendo amable conmigo, sino Dios que estaba usando a las personas de mi alrededor para ayudarme y cuidarme. Dios había estado conmigo todo el tiempo, y yo no estaba sola en absoluto. Al saber que tenía el amor de Dios para hacerme compañía dentro de este triste y espantoso infierno en la Tierra, me sentí tremendamente consolada. Bien entrada la noche, después de que todas las demás prisioneras se hubieran quedado dormidas, yo seguía sin la menor intención de dormirme. Pensaba en cómo esa misma mañana había estado realizando felizmente mi deber con mis hermanos y hermanas y, sin embargo, esa misma noche yacía en ese espantoso lugar que parecía una tumba, sin idea de cuándo me dajarían salir; sentí una pena y una angustia inefables. Justo cuando estaba inmersa en mis pensamientos, una fría ráfaga de viento surgió de la nada y empecé a tiritar involuntariamente. Levanté la cabeza para mirar a mi alrededor y solo entonces me di cuenta de que la celda estaba expuesta a los elementos. Aparte de la techumbre que cubría el lugar para dormir, el resto de la celda estaba cubierta por una reja hecha de gruesas barras de metal soldadas entre sí, y el frío viento entraba a toda prisa. De vez en cuando, también podía oír los pasos de los policías que patrullaban caminando sobre la techumbre. Lo único que podía sentir era un miedo escalofriante, y mi miedo, mi sensación de desamparo y mis sentimientos de haber sido agraviada inundaron mi corazón, y de mis ojos empezaron a caer lágrimas involuntariamente. Justo en ese momento, se me metió claramente en la cabeza un pasaje de las palabras de Dios: “Deberías saber que todas las cosas del entorno que te rodea están ahí porque Yo lo permito, Yo lo dispongo todo. Ve con claridad y satisface Mi corazón en el entorno que te he dado. No temas, el Todopoderoso Dios de los ejércitos seguramente estará contigo; Él guarda vuestras espaldas y es vuestro escudo” (‘Capítulo 26’ de Declaraciones de Cristo en el principio en “La Palabra manifestada en carne”). “Sí”, pensé yo. “Dios ha permitido que el Gobierno del PCCh me capture. Aunque este lugar es oscuro y terrorífico y no tengo ni idea de con qué me voy a topar después, Dios es mi sostén, así que, ¡no hay nada que temer! Es todo o nada, y lo pongo todo en manos de Dios”. Tras haber entendido la voluntad de Dios, me sentí mucho más relajada y, entonces, oré en silencio a Dios: “¡Oh, Dios! Gracias por Tu esclarecimiento e iluminación que me han permitido entender que todo esto está ocurriendo porque Tú lo permites. Deseo someterme a Tus orquestaciones y arreglos, buscar Tu voluntad en esta difícil situación y obtener las verdades que Tú deseas darme. ¡Oh, Dios! Es solo que mi estatura es tan pequeña. Por eso Te pido que me des fe y fuerza y que me protejas para que, sin importar a qué torturas me enfrente, nunca te abandone”. Tras orar, me sequé las lágrimas y contemplé las palabras de Dios mientras esperaba en silencio la llegada del nuevo día.

 

Temprano al día siguiente, se oyó el sonido de un golpe y se abrió la puerta de la celda. Una de las funcionarias penitenciarias gritó: “NN, sal fuera”. Me quedé quieta por un momento hasta que finalmente me di cuenta de que me estaba llamando a mí. En la sala de interrogatorios, los policías me volvieron a pedir que les diera mi nombre y mi dirección, y que les contara acerca de la iglesia. Yo no dije nada, sino que me quedé sentada en la silla con la cabeza agachada. Durante una semana, me interrogaron todos los días, hasta que finalmente uno de ellos me apuntó con el dedo y me gritó: “¡Perra! Hemos pasado días contigo y no has dicho ni una palabra. ¡Tenemos algo que mostrarte!”. Tras decir esto, los dos policías se marcharon enfurecidos y cerraron la puerta de un portazo. Un día al caer la noche, la policía vino de nuevo en mi búsqueda. Me esposaron y me metieron en la camioneta policial. Sentada en la parte trasera de esa camioneta, no podía evitar sentir cómo el pánico aumentaba en mi interior, y pensé: “¿Adónde me llevan? ¿Podrían estar llevándome al medio de la nada para violarme? ¿Me meterán en un saco y me tirarán al río para alimentar a los peces?”. Estaba increíblemente asustada, pero justo entonces empezaron a resonar en mis oídos algunos versículos de un himno de la iglesia llamado “El reino” que decían: “Me apoyo en Dios, no hay miedo, lucharé contra Satanás. Dios nos eleva, vamos todos a luchar y atestiguar a Cristo. Dios seguro cumplirá Su voluntad sobre la tierra. Le daré mi amor y lealtad, y mi devoción. Su regreso acogeré cuando venga en la gloria” (“Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). En un segundo, una fuerza inagotable empezó a surgir en mi interior. Levanté la cabeza para mirar por la ventana mientras meditaba en silencio sobre la letra del himno. Uno de los policías notó que estaba mirando fijamente por la ventana y corrió rápidamente una cortina para taparla antes de gritarme ferozmente: “¿Qué estás mirando? ¡Agacha la cabeza!”. Sus gritos repentinos me hicieron temblar conmocionada, y aganché la cabeza inmediatamente. Dentro de la camioneta iban cuatro policías fumando y soltando constantemente nubes de humo, y el aire del interior de la camioneta no tardó en viciarse de forma insoportable; empecé a toser. Uno de los policías que estaba sentado enfrente de mí se dio la vuelta y me pellizcó la mandíbula inferior con sus dedos antes de echarme el humo justo en la cara. Luego, dijo con malicia: “Ya sabes, solo tienes que contarnos todo lo que sabes y no tendrás que sufrir en absoluto; podrás irte a casa. Eres una mujer joven y eres muy bonita…”. Al decir esto, me acarició la cara con los dedos y me guiñó el ojo lascivamente; luego, soltó una risa perversa y dijo: “Pero quizás todavía te encontremos un novio”. Aparté la cara y levanté mis manos esposadas para apartarle su mano. Avergonzado y lleno de ira, dijo: “Oh, eres muy fuerte. Solo espera a que lleguemos adonde vamos, y entonces te comportarás”. La camioneta siguió su marcha. No tenía ni idea de a lo que estaba a punto de enfrentarme y, así, lo único que podía hacer era clamar a Dios en silencio en mi corazón: “¡Oh, Dios! Ahora estoy lista para arriesgarlo todo. Sin importar qué tácticas usen contra mí estos terribles agentes, siempre y cuando me quede aliento en mi cuerpo, ¡daré un fuerte y rotundo testimonio de Ti ante Satanás!”.

 

Tras más de media hora, la camioneta se detuvo. Los policías me sacaron a rastras; me puse de pie entre tambaleos y miré a mi alrededor. Ya era completamente de noche y solo había algunos edificios vacíos alrededor sin ninguna luz encendida; todo parecía muy lúgubre y terrorífico. Me condujeron hasta el interior de uno de los edificios. Dentro, había un escritorio y un sofá, y del techo colgaba una bombilla eléctrica que arrojaba una luz espantosamente pálida sobre todas las cosas. En el suelo había cuerdas y cadenas de acero y, al otro lado de la habitación, había una silla hecha de gruesas barras de metal. Al ver a esta espantosa escena, no pude evitar empezar a entrar en pánico. Las piernas empezaron a temblarme como un flan y tuve que sentarme en un sofá para tranquilizarme. Luego, en la habitación entraron varios hombres y uno de ellos empezó a increparme en voz alta: “¿Qué te crees que estás haciendo ahí sentada? ¿Es ese sofá tuyo para sentarte? ¡Levántate!”. Mientras hablaba, vino corriendo hacia mí y me pateó varias veces; luego me agarró por la parte de arriba de mi ropa, me sacó del sofá de un empujón y me arrastró hasta la silla de metal. Otro de los policías me dijo: “Sabes, la silla esta es algo fantástico. Solo tienes que sentarte en ella un momentito y ‘obtendrás el beneficio’ por el resto de tu vida. Esta silla se ha preparado especialmente para ustedes, los creyentes en Dios Todopoderoso. No dejamos que cualquiera se siente en ella. Sé una buena chica y haz lo que digamos, y contesta a nuestras preguntas sinceramente, y no tendrás que sentarte en ella. Así que, dinos, ¿por qué viniste a Guizhou? ¿Fue para predicar tu evangelio?”. Yo no dije nada. Un policía con aspecto de tipo duro que estaba de pie a un lado me apuntó a la cara y me insultó diciendo: “¡Deja de hacerte la tonta, maldición! Si no abres la boca, ¡probarás la silla!”. Yo seguí en silencio.

 

Justo entonces, entró en la habitación una mujer vestida de manera seductora, y resultó que aquella pandilla de policías le había pedido que viniera y que me persuadiera para que confesara. La mujer me incitó con falsa gentileza y me dijo: “Mira, aquí eres extranjera, y no tienes a ningún pariente ni amigo cerca. Dinos lo que queremos saber, ¿vale? Cuando nos hayas dicho lo que queremos saber, te buscaré un trabajo y un esposo aquí en Guizhou. También te prometo que te buscaré a un buen hombre. Pero, si no quieres eso, podrías venir a trabajar para mí como mi niñera. Te pagaré todos los meses. De esta forma, podrías establecerte aquí y echar raíces”. Yo levanté la cabeza y la miré, pero no respondí. Para mis adentros, pensé: “Los demonios son demonios. No reconocen la existencia de Dios, sino que solo hacen todo tipo de cosas terribles por dinero y ganancias. Ahora, intentan usar el beneficio para sobornarme y hacer que traicione a Dios. ¿Cómo podría ser presa de sus astutas maquinaciones y convertirme en un vergonzoso Judas?”. La mujer vio que sus “bondadosas” palabras no habían tenido ningún efecto en mí y sintió que había quedado en evidencia enfrente de los otros policías, así que se despojó inmediatamente de su fachada y mostró su verdadera naturaleza. Sacó una correa de su mochila y me azotó cruelmente con ella unas cuantas veces; luego, con agresividad, lanzó la mochila sobre el sofá. Meneando la cabeza llena de exasperación, se fue y se hizo a un lado. Al ver lo que había pasado, un malvado y gordo policía se avalanzó sobre mí, me agarró del cabello y me golpeó la cabeza contra la pared varias veces mientras me gritaba con los dientes apretados: “¿No sabes cuando alguien intenta hacerte un favor? ¿Eh? ¿No lo sabes? ¿Vas a hablar o no?”. Me golpeó la cabeza contra la pared tantas veces que vi las estrellas; sentía un zumbido en la cabeza, la habitación me daba vueltas y caí al suelo. Luego, me agarró para ponerme de pie y me dejó caer sobre la silla de metal como si yo no fuera más que un pajarillo. No fue hasta que me recuperé un poco que empecé a abrir los ojos: vi que en su mano aún llevaba un mechón de pelo que me había arrancado. Me ataron a la silla de la cabeza a los pies, y delante de mi pecho me pusieron una gruesa placa de acero. Mis esposas estaban amarradas a la silla y en los pies me habían puesto unos grilletes que pesaban decenas de kilos, y que luego también amarraron a la silla. Me sentía como una estatua; no podía mover ni un músculo. Las frías y pesadas cadenas, los candados y las esposas me mantenían pegada a la silla de metal; no tenía palabras para describir mi sufrimiento. Al verme sufrir, los malvados policías se mostraron satisfechos y empezaron a burlarse de mí diciéndome: “¿No es todopoderoso el Dios en el que crees? ¿Por qué no viene a salvarte? ¿Por qué no te salva de este banco del tigre? Más vale que empieces a hablar. Tu Dios no puede salvarte; solo nosotros podemos hacerlo. Dinos lo que queremos saber y te dejaremos ir. Podrías tener una buena vida. ¡Qué desperdicio creer en algún Dios!”. Enfrenté los sarcásticos comentarios de los malvados policías con mucha calma, ya que las palabras de Dios dicen: “En los últimos días, Él usa palabras, y no señales y maravillas, para perfeccionar al hombre. Usa Sus palabras para descubrir, juzgar, castigar y perfeccionar al hombre, de forma que en las mismas este llegue a ver la sabiduría y la belleza de Dios, y a entender Su carácter, y así, a través de las palabras de Dios, el hombre vea Sus hechos” (‘Conocer la obra de Dios hoy’ en “La Palabra manifestada en carne”). La obra que Dios hace ahora es obra práctica, no sobrenatural. Dios usa Sus palabras para perfeccionar al hombre y permite que Sus palabras se conviertan en nuestra fe y en nuestra vida. Él usa situaciones prácticas para cambiar nuestro carácter de vida, y es este tipo de obra práctica la que puede revelar mejor el maravilloso poder y la sabiduría de Dios, y derrotar mejor a Satanás de una vez por todas. Yo había sido arrestada y estaba siendo sometida a crueles torturas por parte del Gobierno del PCCh porque Dios quería probar mi fe en Él y ver si yo podía o no vivir según Sus palabras y ser testimonio de Él. Al saber esto, desaba someterme a cualquier situación que Dios permitiera que me aconteciera. Mi silencio enfureció a la pandilla de policías y se avanzaron hacia mí como si todos se hubieran vuelto locos. Me rodearon y me golpearon con violencia. Algunos me golpeaban fuerte en la cabeza con sus puños, otros me pateaban salvajemente las piernas mientras algunos otros me rasgaban la ropa y me manoseaban la cara. Yo me llené de rabia ante su cruel golpiza y vandalismo. Si no me hubieran sujetado con fuerza a ese banco del tigre, ¡habría peleado desesperadamente! Hacia el Gobierno del PCCh, esa archiorganización criminal, no sentía nada más que odio en lo más profundo de mi ser, y solo tuve que tomar una decisión silenciosa: ¡cuanto más me persigan, más crecerá mi fe, y creeré en Dios hasta mi último aliento! ¡Cuanto más me persiguen, más se demuestra que Dios Todopoderoso es el único Dios verdadero, y más demuestra que voy por el camino correcto! Ante estos hechos, me di cuenta muy claramente de que esta era una guerra entre el bien y el mal, una contienda entre la vida y la muerte, y que lo que debía hacer era jurar defender el nombre y el testimonio de Dios para avergonzar a Satanás con acciones prácticas, permitiendo de ese modo que Dios fuera glorificado. Esos malvados policías intentaron sacarme una confesión durante varios días de torturas e interrogatorios, pero no les dije nada acerca de la iglesia. Al final, se quedaron sin opciones y dijeron: “Esta chica es un hueso duro de roer. Llevamos días interrogándola, pero no ha dicho ni una palabra”. Cuando los oí hablar de mí, supe que las palabras de Dios me habían ayudado a pasar por cada puerta infernal que estos demonios habían puesto ante mí, y que me había protegido para que yo pudiera ser testimonio de Él. ¡Desde lo más profundo de mi corazón, di gracias y alabé a Dios Todopoderoso en silencio!

 

Durante más de diez días de interrogatorios, estuve sentada en ese frío banco del tigre día y noche, y sentía mi cuerpo como si lo hubiesen lanzado a las profundidades de una gélida caverna. El frío me había calado hasta los huesos y sentía como si me hubieran desgarrado todas las articulaciones de mi cuerpo. Uno de los malvados policías que era bastante joven me vio tiritando de frío y aprovechó la situación para decirme: “¡Más vale que empieces a hablar! Ni siquiera la persona más fuerte puede aguantar mucho tiempo en este banco. Si sigues así, pasarás el resto de tu vida lisiada”. Cuando le escuché decir esto, empecé a debilitarme y a sentirme nerviosa, pero entonces clamé a Dios en silencio y le pedí que me diera fuerzas para soportar este tormento inhumano y para no hacer nada que pudiera traicionar a Dios. Tras orar, Dios me esclareció con un himno de la iglesia que siempre había sido mi favorito a la hora de cantar: “No me importa cuán difícil sea la senda de la fe en Dios, yo solo cumplo la voluntad de Dios porque es mi vocación; mucho menos me importa si recibo bendiciones o sufro desgracias en el futuro. Ahora que estoy decidido a amar a Dios, seré fiel hasta el final. Sin importar qué peligros o dificultades acechen detrás de mí, sin importar cuál sea mi final, para recibir el día de gloria de Dios, sigo de cerca los pasos de Dios y me esfuerzo para continuar” (‘Marchar por la senda del amor a Dios’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”). Me inspiró hasta la última palabra de ese himno y, en mi mente, lo canté una y otra vez. No podía evitar pensar en el voto que había hecho previamente delante de Dios de que, sin importar el sufrimiento o las dificultades que debía experimentar, yo seguiría gastando mi vida por Dios y permanecería fiel a Él hasta el final. Sin embargo, estaba empezando a sentirme débil y cohibida tras sufrir apenas una pequeña cantidad de dolor; ¿cómo podría esto ser leal? ¿No estaba siendo presa de las astutas maquinaciones de Satanás? Satanás quería que pensara en mi carne y que traicionara a Dios, pero yo sabía que no debía dejar que me engañara. El hecho de que era capaz de sufrir por mi creencia en Dios era la cosa más valiosa y significativa; era una cosa gloriosa e, independientemente de cuánto sufriera, no podía permitir convertirme en una personita patética que le daba la espalda a mi fe y que traicionaba a Dios. Una vez que tomé esta decisión de satisfacer a Dios, dejé gradualmente de sentir tanto frío y se desvaneció el dolor en mi corazón. Una vez más, había sido testigo de las maravillosas obras de Dios y había experimentado Su amor. Aunque los policías no habían logrado su objetivo, todavía no habían acabado conmigo. Empezaron a turnarse para torturarme y me mantenían despierta todo el día y toda la noche. Si cerraba los ojos apenas por un segundo, me azotaban con una vara de madera de sauce o, si no, me daban fuerte con una porra de descarga eléctrica. Cada vez que lo hacían, sentía la electricidad recorriéndome de arriba abajo y se me llenaba el cuerpo de convulsiones. El dolor era tan fuerte que deseaba morir. Mientras me golpeaban, gritaban: “Sigues sin decirnos toda la verdad, maldición, ¡e incluso quieres ir a dormir!”. Sus golpes se hicieron cada vez más intensos, cada vez más atroces, y mis gritos desesperados resonaban por la habitación. Puesto que estaba amarrada tan fuerte al banco del tigre y no podía mover ni un músculo, no podía hacer nada más que someterme a su barbarie. Esos malvados policías se mostraron incluso más satisfechos y, de vez en cuando, estallaban entre escandalosas risas. Me sometieron a latigazos y electrocuciones durante tanto tiempo que estaba cubierta de verdugones y heridas; tenía la cara, el cuello, los brazos y las manos cubiertos de hematomas morados y todo el cuerpo hinchado. Sin embargo, parecía que todo mi cuerpo se había entumecido y que ya no sentía tanto dolor. Sabía que eso era Dios que estaba cuidando de mí y aliviando mi dolor y, en mi corazón, di las gracias a Dios una y otra vez.

 

Soporté esto durante casi un mes hasta que realmente ya no podía soportarlo más. Deseaba mucho dormir, aunque fuera un instante. Sin embargo, esos demonios no tenían ni el más mínimo rastro de humanidad. En cuanto veían que cerraba los ojos, me lanzaban inmediatamente un vaso lleno de agua a la cara para sobresaltarme y mantenerme despierta y, de nuevo, tenía que esforzarme por mantener los ojos abiertos. Mis fuerzas estaban completamente agotadas; sentía como si mi vida hubiera llegado a su fin. Pero Dios estaba siempre protegiéndome, manteniéndome la mente muy clara y alerta, y manteniendo mi fe fuerte para que no lo traicionara. Al ver que los policías no habían obtenido ninguna información de mí en absoluto y con miedo de que pudiera morir, lo único que pudieron hacer fue llevarme de vuelta al centro de detención. Habían pasado cinco o seis días y yo todavía no me había recuperado de su tortura, pero volvieron a sacarme a rastras y a encadenarme de nuevo al banco del tigre. Volvieron a ponerme otra vez los pesados grilletes en los pies y, de nuevo, siguieron intentando hacerme confesar por medio de los golpes, la tortura y el maltrato. Me atormentaron allí durante aproximadamente diez días más, y solo cuando ya no podía soportarlo más, me llevaron de vuelta al centro de detención. Pasaron otros cinco o seis días y los policías volvieron a repetirlo todo desde el principio. Pasaron seis meses de esta manera; ni siquiera sé cuántas veces me sometieron una y otra vez a la misma tortura. Me torturaron hasta el punto de estar absoluta y completamente exhausta y, desde lo más profundo de mi corazón, perdí toda esperanza en una vida futura. Empecé a negarme a comer y, durante varios días, me negué a beber siquiera una gota de agua. Entonces, empezaron a meterme agua en la boca a la fuerza: uno de ellos me sostenía la cabeza mientras otro me agarraba la cara, me abría la boca y me echaba agua. El agua me fluía por toda la boca, me caía por el cuello y me empapaba la ropa. Sentía que todo mi cuerpo estaba frío como el hielo e intentaba luchar, pero ni siquiera tenía fuerzas para mover la cabeza. Al ver que el negarme a comer también era un esfuerzo inútil, decidí aprovechar la oportunidad que se me daba de ir al cuarto de baño para abrirme la cabeza contra la pared y matarme. Arrastrando mis grilletes increíblemente pesados, fui dando un paso tras otro hasta el cuarto de baño agarrándome a la pared todo el camino. Puesto que llevaba mucho tiempo sin comer, tenía los ojos borrosos y no podía ver bien adónde iba; fueron muchas las veces que me caí en el camino. En mi aturdimiento, vi que mis tobillos se habían convertido en un revoltijo de carne ensangrentada debido a los grilletes de metal, y que sangraban de forma abundante. Cuando llegué a una ventana, levanté la cabeza y miré al exterior. En la distancia, vi a gente caminando de acá para allá ocupándose de sus asuntos y, de repente, sentí una maravillosa emoción en lo más profundo de mi ser, y pensé: “De todos estos millones de personas, ¿cuántas creen en Dios Todopoderoso? Soy una de las afortunadas, pues Dios me ha tomado a mí, a una persona tan ordinaria, de entre la multitud y ha usado Sus palabras para regarme y proveerme, guiándome en cada paso del camino hasta ahora. Dios me ha bendecido tan maravillosamente, así que, ¿por qué busco la muerte? ¿Acaso no heriría realmente a Dios haciendo eso?” Justo entonces, se me vinieron a la mente las palabras de Dios: “Durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis seguir hasta el final, e incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y debéis seguir estando a merced de Dios; sólo esto es amar verdaderamente a Dios, y sólo esto es el testimonio fuerte y rotundo” (‘Sólo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer el encanto de Dios’ en “La Palabra manifestada en carne”). Cada palabra, repleta de aliento y expectativa, alegró e inspiró mi corazón, y me sentí doblemente conmovida: había encontrado el valor para seguir adelante. Interiormente, me dije a mí misma palabras de ánimo: “Los demonios solo pueden arruinar mi cuerpo, pero no pueden destruir mi deseo de satisfacer a Dios. Mi corazón siempre pertenecerá a Dios. Seré fuerte. ¡Nunca me rendiré!”. Luego volví sobre mis pasos uno a uno arrastrando mis pesados grilletes. En mi estado de aturdimiento, pensé en el Señor Jesús completamente cubierto de heridas en su tortuoso camino hacia Gólgota, completamente exhausto y portando la pesada cruz a Sus espaldas, y luego se me vinieron a la mente estas palabras de Dios Todopoderoso: “En el camino hacia Jerusalén, Jesús se sintió angustiado, como si le estuvieran retorciendo un cuchillo en el corazón, pero no tenía la más mínima intención de volverse atrás en Su palabra; siempre había una poderosa fuerza que lo empujaba hacia adelante hacia el lugar de Su crucifixión” (‘Cómo servir en armonía con la voluntad de Dios’ en “La Palabra manifestada en carne”). En ese momento, ya no podía reprimir más mis lágrimas y estas empezaron a caerme por las mejillas en abundancia. En mi corazón, hice una oración a Dios: “¡Oh, Dios! Tú eres tan santo y supremo y, aun así, para salvarnos te hiciste carne personalmente. Sufriste una humillación y un dolor terribles y fuiste crucificado por nuestra causa. ¡Oh, Dios! ¿Quién ha conocido alguna vez Tu pena y Tu dolor? ¿Quién ha entendido y apreciado alguna vez el laborioso precio que pagaste por nosotros? Sufro esta dificultad ahora para poder obtener la salvación. Además, la sufro con el fin de ver claramente la esencia malvada del Gobierno del PCCh mientras sufro crueldad a manos de sus demonios, para que nunca más me vuelva a engañar ni a tomar el pelo y, de ese modo, poder despojarme de su oscura influencia. Sin embargo, no he mostrado ninguna consideración con Tu voluntad, sino que solo he pensado en mi propia carne y he deseado morir para que el tormento de este dolor llegue a su fin. ¡Soy tan cobarde y despreciable! ¡Oh, Dios! Tú te gastas y sufres por nosotros en todo momento, y nos dedicas todo Tu amor. ¡Oh, Dios! ¡No puedo hacer nada ya, sino solo desear dedicarte completamente mi corazón, seguirte hasta el final sin importar cuánto pueda sufrir y ser testimonio para satisfacerte!”. Yo no había derramado ni una sola lágrima durante varios meses de crueles golpizas y torturas, así que, cuando regresé a la sala de interrogatorios, los malvados policías vieron que tenía la cara mojada de lágrimas y pensaron que estaba a punto de quebrarme. El policía gordo que había entre ellos parecía estar muy satisfecho y me sonrió diciéndome: “¿Lo has pensado bien? ¿Vas a colaborar?”. Yo lo ignoré por completo y la cara se le puso morada de inmediato. De repente, levantó el brazo y empezó a darme más bofetadas de las que podía contar. La cara me ardía de dolor mientras que por la comisura de los labios me goteaba sangre que chorreaba hata caer al suelo. Otro de los policías malvados me tiró un vaso de agua a la cara y, apretando los dientes, me gritó: “No nos importa si no colaboras. ¡Ahora, este mundo pertenece al Partido Comunista y, si no quieres hablar, todavía podemos condenarte a prisión!”. Pero, independientemente de cómo intentaran amenazarme e intimidarme, yo seguí sin decir ni una palabra.

 

Aunque los policías no pudieron encontrar pruebas para poder acusarme de ningún delito, seguían sin darse por vencidos y continuaron torturándome para sacarme una confesión. Una noche, de madrugada, algunos se emborracharon y entraron tambaleándose en la sala de interrogatorios. A uno de ellos que me miraba lascivamente pareció ocurrírsele una idea y dijo: “Desnúdala y cuélgala. Entonces veremos si colabora”. Al oírlo decir esto, me sentí aterrada y, en mi corazón, clamé desesperadamente a Dios para que Él maldijera a estas bestias y frustrara sus planes lujuriosos. Los policías me soltaron del banco del tigre, pero yo apenas podía mantenerme en pie con esos pesados grilletes alrededor de los tobillos. Me rodearon y empezaron a patearme como una pelota de fútbol, escupiéndome a la cara cáscaras de semillas de melón y gritándome una y otra vez: “¿Vas a colaborar? Si no eres buena con nosotros, ¡nos aseguraremos de que tu vida no valga la pena! ¿Dónde está tu Dios ahora? ¿No es Él Todopoderoso? ¡Deja que Él acabe con nosotros!”. Otro dijo: “Wang necesita una esposa, ¿y si se la entregamos? Jajaja […]”. Al ver sus caras demoniacas, el odio que sentía por ellos me ardía tan fuerte que se me secaron todas las lágrimas. Lo único que podía hacer era orar a Dios y pedirle que protegiera mi corazón para que yo no lo traicionara, y para que pudiera someterme a Sus orquestaciones ya fuera que muriera o viviera. Al final, los malvados policías habían jugado todas sus cartas, pero seguían sin conseguir que dijera ni una palabra. Tras haber agotado todas sus opciones, no les quedó más remedio que hacer una llamada telefónica y dar parte a sus superiores: “Esta mujer es dura como el acero. Es una Liu Hulan moderna. Podríamos golpearla hasta la muerte y seguiría sin hablar. ¡No podemos hacer nada más!”. Al verlos tan desanimados, di gracias a Dios una y otra vez en mi corazón. Fue la guía de las palabras de Dios lo que me había permitido vencer a su cruel tortura una y otra vez. ¡Que toda la gloria sea para Dios Todopoderoso!

 

A pesar de que los innumerables interrogatorios no le habían granjeado nada, el Gobierno del PCCh me acusó de obstruir la aplicación de la ley y me condenó a una pena firme de siete años en prisión. Los dos hermanos que habían sido arrestados junto a mí también fueron acusados y condenados a una pena de cinco años en prisión. Tras haber pasado ocho meses de tormento inhumano, el escuchar este veredicto de siete años en prisión no solo no me causó dolor y desesperación, sino que, al contrario, me sentí relajada y, lo que es más, me sentí honrada. Esto se debía a que, durante los ocho meses previos, había experimentado la guía de Dios en cada uno de los pasos del camino y había gozado del amor infinito y de la protección de Dios. Esto me había permitido sobrevivir milagrosamente a la cruel devastación que, de otra manera, habría ido más allá de los límites de mi resistencia, y había sido capaz de ser testimonio. ¡Este era el mayor consuelo que Dios podía concederme, y yo le di las gracias y lo alabé desde lo más profundo de mi corazón!

 

El 3 de noviembre de 2008 me enviaron a la Primera Prisión de Mujeres para cumplir mi condena y, así, comencé mi larga vida en prisión, donde había un régimen de normas increíblemente estrictas: nos levantábamos a las 6 de la mañana y empezábamos a trabajar, y luego trabajábamos durante todo el día hasta caer la noche. Los tiempos para comer y las pausas para ir al cuarto de baño eran tan tensos como en una zona de guerra, y a las prisioneras no se les permitía ni la más mínima holgazanería. Los guardias de prisión nos sobrecargaban con trabajo para poder beneficiarse incluso más de nuestro trabajo, y eran mucho más despiadados con los que creían en Dios. Al vivir en un entorno como este, yo estaba siempre en vilo: cada día que pasaba parecía un año. Me dieron las tareas más duras y pesadas en prisión, y la comida que me daban no era ni siquiera apta para perros: un bollito de pan al vapor pequeño, negro y medio crudo y algunas hojas de col viejas y deshidratadas de color amarillo. En un intento por que me redujeran la condena por buen comportamiento, a menudo trabajaba todo lo que podía de sol a sol, e incluso toda la noche para alcanzar la cuota de producción, la cual estaba más allá de mi capacidad física. Todos los días, me pasaba 15 o 16 horas de pie en el taller volteando constantemente la manivela de la máquina semiautomática de confeccionar jerseys. Se me hincharon las dos piernas, que me dolían a menudo y que sentía débiles. Aun así, nunca me atreví a ir más despacio, ya que había guardias de prisión armados con porras de descarga eléctrica que patrullaban constantemente el taller, y que castigaban a todo aquel que no veían trabajar absolutamente a toda máquina y que quitaban a las prisioneras puntos de buen comportamiento. El incesante y exhaustivo trabajo me dejó completamente fatigada a nivel físico y mental. Aunque seguía siendo joven, gran parte de mi cabello se volvió gris y, en muchas ocasiones, estuve a punto de desmayarme sobre la máquina. Si no hubiera sido porque Dios me vigilaba, puede que no hubiera sobrevivido. En última instancia, bajo la protección de Dios, tuve dos oportunidades de que me redujeran la condena y pude salir de ese infierno en la Tierra dos años antes.

 

Tras experimentar ocho largos meses de brutales torturas y cinco años de prisión a manos del Gobierno del PCCh, tanto mi cuerpo como mi mente se vieron gravemente dañados. Durante mucho tiempo tras mi liberación, me aterraba la idea de encontrarme con extraños. En particular, siempre que me encontraba en algún lugar concurrido con muchísimas personas bulliciosas, volvían a inundarme las escenas de aquellos malvados policías torturándome e, involuntariamente, sentía una profunda sensación de terror e intranquilidad en mi interior. Mis ciclos menstruales se habían convertido en un caos por haber estado encadenada a ese banco de metal durante tanto tiempo, y estaba devastada por todo tipo de enfermedades. Ahora, al pensar en retrospectiva sobre aquellos dolorosos e interminables meses, aunque experimenté muchísimo dolor y sufrimiento, vi claramente que la “libertad de creencia religiosa” y “los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos protegidos por la ley” a menudo pregonados por el Gobierno del PCCh solo son estrategias para ocultar sus pecados y su esencia malvada. Al mismo tiempo, también llegué a experimentar y apreciar verdaderamente la omnipotencia, la soberanía, la autoridad y el poder de Dios, y pude sentir la preocupación y la misericordia de Dios hacia mí. Todas estas cosas eran las preciosas y abundantes riquezas de vida que Dios me concedió. La obra de Dios es práctica y normal, y Él permite que caiga sobre nosotros la persecución de Satanás y los demonios. Pero, aunque los demonios nos infligen frenéticamente su daño, Dios siempre está allí, vigilándonos y protegiéndonos en silencio, usando Sus palabras de autoridad y poder para iluminarnos y guiarnos. Dios nos da fe y amor, y conquista y derrota al enemigo Satanás, obteniendo así gloria. ¡Alabo la sabiduría y la hermosura de Dios desde lo más profundo de mi corazón!

 

Ahora estoy de nuevo en la iglesia y he regresado para estar con mis hermanos y hermanas. Bajo la guía del amor de Dios, vivo la vida de iglesia y, junto con mis hermanos y hermanas, difundimos de manera unánime el evangelio del reino. Mi vida rebosa de vigor y vitalidad. Ahora estoy llena de fe por la obra de Dios. Prácticamente puedo ver la hermosa vista del reino de Dios manifestándose en la Tierra, ¡y no puedo evitar cantar alabanzas a Dios! “El reino de Cristo ha llegado a la tierra. La palabra de Dios ha conquistado el mundo, ha establecido y completado todo. La palabra de Dios reina en toda la tierra, lo podemos ver con nuestros propios ojos. Aclamamos, alabamos, celebramos que el reino de Cristo está en la tierra. Aclamamos, alabamos, celebramos que la Nueva Jerusalén desciende del cielo. La palabra de Dios vive entre nosotros, en todos nuestros actos y pensamientos. […] El futuro del reino es tan brillante. Todos proclaman la palabra de Dios, todos se someten a Su palabra. Todas las tierras lo adoran. ¡Qué gran escena de júbilo! Aclamamos, alabamos, celebramos que Dios es todopoderoso y sabio. Aclamamos, alabamos, celebramos que Su obra se ha cumplido. ¡Aclamamos, alabamos! Dios Todopoderoso nos guía a la tierra de Canaán. Ahora disfrutamos de la abundancia de Dios” (‘El reino de Cristo ha descendido en la tierra’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”).

 

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