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Día tras día en la prisión del PCCh

 

Por Yang Yi, China

 

Soy una cristiana de la Iglesia de Dios Todopoderoso y he sido una seguidora de Dios Todopoderoso durante más de diez años. Durante este tiempo, una cosa que nunca olvidaré es la horrible tribulación experimentada cuando la Policía del PCCh me arrestó hace una década. En aquel momento, a pesar de que demonios malvados me torturaron y pisotearon, y de que estuve cerca de la muerte en varias ocasiones, Dios Todopoderoso usó Su mano poderosa para guiarme y protegerme, para traerme de vuelta a la vida, y llevarme de nuevo a la seguridad… A través de esto, experimenté realmente la trascendencia y la grandeza de la fuerza de la vida de Dios, y obtuve la valiosa riqueza de vida que Dios me confirió.

 

Era el 23 de enero de 2004 (el segundo día del Año Nuevo chino). Yo tenía que ir a visitar a una hermana de la iglesia cuando tenía problemas y necesitaba ayuda urgentemente. Como vivía muy lejos, por lo que tuve que madrugar para tomar un taxi y estar de vuelta el mismo día. Salí de casa con la primera luz del día. Apenas había nadie en las calles, sólo los basureros recogiendo la basura. Busqué un taxi con impaciencia, pero no había ninguno. Fui a una parada a esperar, y me metí en la carretera con el fin de parar a uno que vi venir, pero resultó ser un vehículo de la Oficina de Protección Medioambiental. Me preguntaron por qué los había parado. “Lo siento, fue una equivocación, pensé que era un taxi”, les dije yo. “Pensamos que estabas pegando carteles ilegales”, contestaron. “¿Me vieron haciendo eso? ¿Dónde están los carteles que estaba pegando?”, dije. Sin darme la oportunidad de defenderme, los tres de ellos se abalanzaron sobre mí y me registraron el bolso a la fuerza. Revolvieron todo lo que había en él: una copia de un sermón, un bloc de notas, una cartera, un teléfono móvil y un busca que ya no utilizaba, entre otras cosas. Después miraron con más detenimiento la copia del sermón y el bloc de notas. Al ver que no había carteles en mi bolso, sostuvieron en alto la copia del sermón y dijeron: “Puede que no hayas estado pegando carteles ilegales, pero crees en Dios Todopoderoso”. Seguidamente, llamaron a la División Religiosa de la Brigada de Seguridad Nacional. Poco después, llegaron cuatro personas de la Brigada de Seguridad Nacional. Supieron que yo era una creyente en Dios Todopoderoso tan pronto como vieron las cosas que había en mi bolso. Sin dejarme decir nada, me metieron en su vehículo y cerraron la puerta con llave para evitar que huyera.

 

Cuando llegamos a la Oficina de Seguridad Pública, la policía me llevó a una habitación. Uno de ellos empezó a toquetear mi busca y mi celular en busca de pistas. Encendió el móvil, pero tenía poca batería, y después estaba completamente vacía. Por más que intentaba, no podía conseguir encenderlo. Sosteniendo el teléfono, parecía preocupado. Yo también estaba desconcertada —lo había cargado justo esa mañana—. ¿Cómo era posible que no tuviera batería? De repente fui consciente de que Dios había dispuesto esto milagrosamente para evitar que la policía encontrara información sobre los demás hermanos y hermanas. También entendí las palabras pronunciadas por Dios: “Todas las cosas, vivas o muertas, cambiarán, se transformarán, se renovarán y desaparecerán, de acuerdo con los pensamientos de Dios. Así es como Dios preside sobre todas las cosas” (‘Dios es la fuente de la vida del hombre’ en “La Palabra manifestada en carne”). En realidad, todas las cosas y todos los sucesos están en manos de Dios. Estén vivas o muertas, todas las cosas cambian de acuerdo con los pensamientos de Dios. En este momento, gané un verdadero entendimiento de cómo Dios tiene la soberanía sobre todas las cosas y las maneja. Además, gané la confianza que necesitaba para confiar en Dios para enfrentarme al inminente interrogatorio. Mientras señalaba hacia las cosas de mi bolso, el oficial de policía preguntó en tono acusador: “Estas cosas demuestran claramente que no eres una miembro corriente de la iglesia. Debes de ser alguien de la alta dirección, alguien importante. Porque los líderes de menor rango no tienen buscapersonas ni teléfonos móviles. ¿Estoy en lo correcto?”. “No entiendo lo que están diciendo”, contesté. “¡Estás fingiendo!”, gritó él, y después me ordenó que me pusiera en cuclillas para hablar. Al ver que yo no iba a colaborar, me rodearon y empezaron a darme puñetazos y patadas —lo suficiente como para matarme—. Con la cara ensangrentada e hinchada, con un dolor insoportable en el cuerpo, caí al suelo. Yo estaba indignada. Quería razonar con ellos, argumentar mi caso: ¿Qué he hecho mal? ¿Por qué me golpeasteis así? Pero no tuve forma de hablar con ellos con sensatez, porque el Gobierno del PCCh no es nada sensato. Yo estaba confundida, pero no quería ceder ante sus golpes. Justo cuando estaba confundida, de repente pensé en que, como estos oficiales malvados del Gobierno del PCCh estaban siendo tan absurdos, como no me estaban dejando razonar, yo no necesitaba decirles nada. Era mejor que me mantuviera en silencio, de esa forma no les sería útil. Cuando pensé esto, dejé de prestar atención a lo que estaban diciendo. Al ver que esta estrategia no surtía efecto en mí, los policías malvados se pusieron furiosos e incluso más salvajes: recurrieron a la tortura para sacarme una confesión. Me esposaron a una silla metálica atornillada al suelo en una posición en la que no podía estar en cuclillas ni de pie. Uno de ellos me puso la mano no esposada en la silla y la golpeó con un zapato, y sólo paró cuando el dorso de la mano se había puesto morado; otro me aplastó los dedos de los pies con su zapato de cuero. Sólo entonces experimenté que el dolor en los dedos se refleja directamente en el corazón. Después de eso, seis o siete policías hicieron turnos conmigo. Uno de ellos se concentró en mis articulaciones, y las apretó con tanta fuerza que un mes después seguía sin poder doblar el brazo. Otro me agarró del pelo y me sacudió la cabeza de lado a lado, después tiró de ella hacia atrás y me quedé mirando hacia arriba. “¡Mira al cielo a ver si hay un Dios!”, dijo vilmente. Siguieron hasta el anochecer. Al ver que no iban a conseguir nada de mí, y como era el Año Nuevo chino, me enviaron directamente al centro de detención.

 

Cuando llegué al centro de detención, un guardia ordenó a una presa que me quitara toda la ropa y la tirara a la basura. Después me hicieron ponerme un uniforme carcelario sucio y maloliente. Los guardias me pusieron en una celda y mintieron a las otras presas, diciendo: “Ella rompía especialmente la familia de las personas. Muchas familias se han visto destruidas por ella. Es una mentirosa, engaña a personas honestas y altera el orden público…”. ¡Engañadas así por los guardias, todas las demás presas dijeron que me estaban absolviendo con demasiada facilidad, y que la única cosa buena para alguien tan mala como yo era el pelotón de fusilamiento! Oír esto me enfureció, pero no había nada que yo pudiera hacer. Mis intentos de resistencia habían sido inútiles, sólo me trajeron más tortura y salvajismo. En el centro de detención, los guardias hacían que los presos recitaran las reglas cada día: “Confiesa tus crímenes y sométete a la ley. No se permite incitar a otros a cometer crímenes. No se permite formar bandas. No se permite pelear. No se permite acosar a otros. No se permite acusar a otros en falso. No se permite tomar la comida ni las posesiones de otros. No se permite engañar a los demás. Se deben tomar medidas contra los matones de la prisión. Cualquier violación de las normas debe informarse inmediatamente a los supervisores o los vigilantes. No debes encubrir los hechos ni intentar proteger a las presas que hayan violado el reglamento, y el control debería ser humano. […]”. En realidad, los guardias alentaban a las demás presas a atormentarme, y les permitían hacerme jugarretas cada día: cuando la temperatura era de 8 o 9 grados bajo cero, empapaban mis zapatos; echaban agua en mi comida a escondidas; por la noche, cuando yo dormía, empapaban mi chaqueta de algodón acolchado; me hacían dormir al lado de los aseos, me quitaban frecuentemente la colcha por la noche, me tiraban del pelo, para evitar que durmiera; me quitaban mis bollos al vapor; me obligaban a limpiar los aseos, me metían los residuos de su medicina en la boca, no me dejaban hacer mis necesidades… Si yo no hacía lo que ellas decían, se juntaban y me pegaban y a menudo en tales ocasiones los supervisores o los vigilantes se apresuraban a desaparecer o fingían no haber visto nada; a veces incluso se escondían a cierta distancia y observaban. Si pasaban algunos días sin que las presas me atormentaran, las carceleras las incitarían a golpearme. El tormento brutal de los guardias me llenó de odio hacia ellos. Hoy, si no hubiera visto esto con mis propios ojos y no lo hubiera experimentado, nunca habría creído que el Gobierno del PCCh, que se supone que está lleno de benevolencia y moralidad, podía ser tan oscuro, terrorífico y horrible, nunca habría visto su verdadero rostro, un rostro fraudulento y engañoso. Todo su discurso de “servir al pueblo, crear una sociedad civilizada y armoniosa” no son más que mentiras diseñadas para engañar y embaucar a la gente, un medio, un truco para embellecerse y obtener un prestigio que no merece. En ese momento, pensé en las palabras de Dios: “Poco sorprende, pues, que el Dios encarnado permanezca totalmente escondido: en una sociedad oscura como esta, donde los demonios son inmisericordes e inhumanos, ¿cómo podría el rey de los demonios, que mata a las personas sin pestañear, tolerar la existencia de un Dios hermoso, bondadoso y además santo? ¿Cómo podría aplaudir y vitorear Su llegada? ¡Esos lacayos! Devuelven odio por amabilidad, han desdeñado a Dios desde hace mucho tiempo, lo han maltratado, son en extremo salvajes, no tienen el más mínimo respeto por Dios, roban y saquean, han perdido toda conciencia, van contra toda conciencia, y tientan a los inocentes para que sean insensibles. ¿Antepasados de lo antiguo? ¿Amados líderes? ¡Todos ellos se oponen a Dios! ¡Su intromisión ha dejado todo lo que está bajo el cielo en un estado de oscuridad y caos! ¿Libertad religiosa? ¿Los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos? ¡Todos son trucos para tapar el pecado!” (‘La obra y la entrada (8)’ en “La Palabra manifestada en carne”). Para obligarme a negar y traicionar a Dios, el PCCh no se detuvo ante nada a la hora de torturarme y destrozarme, sin embargo, no podía imaginarse que cuanto más me torturaba, con más claridad veía yo su rostro diabólico, y más lo despreciaba y rechazaba en lo más profundo de mi corazón. Estaba más decidido a seguir a Dios.

 

Al ver que no iban a conseguir que yo dijera nada de lo que ellos querían que dijera, no escatimaron en gastos —ya sea en mano de obra o en recursos materiales o económicos— para ir por todas partes buscando pruebas de que yo era una creyente en Dios. Tres meses después, todos sus movimientos se habían quedado en nada. Al final, quemaron su último cartucho: encontraron a un interrogador experto. Se decía que todos los que habían sido llevados a él habían sido sometidos a sus tres formas de tortura, y que todos habían confesado. Un día, vinieron cuatro oficiales de policía y me dijeron: “Hoy, te llevamos a un nuevo hogar”. Después, me metieron a empujones en una camioneta de transporte de presos, me esposaron las manos por detrás de la espalda y me pusieron una capucha en la cabeza. No sabía cómo planeaban torturarme, así que me sentí un poco nervioso. En ese momento, pensé en las palabras del Señor: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 16:25). Las palabras del Señor me dieron fe y fuerza. Si queremos creer y seguir a Dios en la ciudad fantasma de China, debemos tener la valentía de ofrecer nuestras vidas. Estaba preparada para morir por Dios. Para sorpresa mía, después de entrar en la camioneta, oí sin querer una conversación que mantenía la policía malvada. Parecía que me llevaban a otro lugar para interrogarme. ¡Ah! No me llevaban a ejecutarme, ¡y yo había estado preparándome para morir como mártir por Dios! Justo cuando estaba pensando esto, por alguna razón desconocida uno de los policías apretó las cuerdas de la capucha que me tapaba la cabeza. Poco después, empecé a sentirme incómoda, sentí como si me asfixiaran. Me preguntaba si realmente iban a torturarme hasta la muerte. En ese momento, pensé en cómo se habían sacrificado los discípulos de Jesús para difundir el evangelio. Yo no iba a ser una cobarde. Aunque muriera, no iba a rogarles que aflojaran las cuerdas, mucho menos admitiría la derrota. Pero no pude controlarme: me desmayé y caí sobre ellos. Al ver lo que estaba pasando, los policías aflojaron rápidamente la capucha. Empecé a echar espuma por la boca, y después no pude parar de vomitar. Sentía como si fuera a vomitar todas mis entrañas. Me sentía mareada, mi cabeza vacía, y no podía abrir los ojos. No tenía fuerza en ningún punto del cuerpo, como si estuviera paralizada. Sentía como si tuviera algo pegajoso en la boca que no podía sacar. Siempre había sido delicada, y después de que abusaran de mí de esta forma sentía que estaba en problemas, que podía dejar de respirar en cualquier momento. En medio del dolor, le oré a Dios: “¡Oh Dios! No importa si vivo o muero, estoy dispuesta a obedecerte. Te pido que protejas mi corazón, para que pueda someterme a todo lo que Tú organizas y dispones”. Algún tiempo después, la camioneta llegó a un hotel. En ese momento, todo mi cuerpo se sentía débil y yo no podía abrir los ojos. Me llevaron a una habitación sellada. Lo único que podía oír era el sonido de los muchos secuaces del Gobierno del PCCh hablando de mí a mi alrededor, diciendo que verme era como ver cómo había estado Liu Hulan. ¡Qué revelador, qué impresionante! ¡Ella es incluso más dura de lo que era Liu Hulan! Al oír esto, el corazón se entusiasmó. Me di cuenta de que si me apoyaba en la fe y confiaba en Dios, ¡la victoria sobre Satanás sin duda llegaría, que este estaba bajo los pies de Dios! Di gracias y alabé a Dios. En este momento, olvidé el dolor. Me sentí tremendamente satisfecha de estar glorificando a Dios. Poco después, llegó el “experto en interrogatorios” del que había hablado la policía. Tan pronto como entró, gritó: “¿Dónde está esa perra estúpida? ¡Dejadme verla!”. Se puso delante de mí y me agarró. Después de abofetearme una docena de veces, me dio varios puñetazos fuertes en el pecho y la espalda, después se quitó uno de sus zapatos de cuero y me pegó en la cara con él. Después de que me golpeara así, perdí la sensación de que había algo que no podía sacarme de la boca o del estómago. El aturdimiento abandonó mi cabeza y pude abrir los ojos. Mis miembros recuperaron gradualmente la sensibilidad y mi cuerpo empezó a recobrar fuerzas. Seguidamente, él me agarró con dureza por los hombros y me empujó contra la pared, y me ordenó que lo mirara y respondiera sus preguntas. Ver que yo no le estaba prestando ninguna atención lo enfureció, e intentó hacerme reaccionar vilipendiando, difamando y blasfemando a Dios. Usó los medios más deleznables y despreciables para hostigarme, y dijo ominosamente: “Te estoy atormentando deliberadamente con lo que es insoportable para tu carne y alma, para que sufras un dolor que ninguna persona normal podría sufrir, vas a desear haber muerto. Al final, me rogarás que te deje ir, y entonces será cuando hablarás con sentido, y dirás que tu destino no está en las manos de Dios —está en las mías—. Si yo quiero que mueras, ocurrirá inmediatamente; si quiero que vivas, vivirás; y cualquiera que sea la dificultad que quiera que sufras, eso es lo que sufrirás. Tu Dios Todopoderoso no puede salvarte, sólo vivirás si nos ruegas que te salvemos”. Frente a estos matones despreciables, sinvergüenzas, deleznables, animales salvajes, y demonios malignos, yo quería luchar realmente contra ellos. “Todas las cosas en el cielo y en la tierra son creadas por Dios y controladas por Él”, pensé. “Mi destino también está sujeto a la soberanía y los arreglos de Dios. Él es el árbitro de la vida y la muerte; ¿crees que voy a morir sólo porque tú así lo quieras?” En ese momento mi corazón se llenó de furia. Así también, todos los actos despreciables que los policías habían perpetrado contra mí, y todas las cosas blasfemas y que se oponían a Dios que habían dicho hoy, exponían claramente su sustancia demoníaca como odiadores de la verdad y opositores a Dios, y serían la prueba necesaria para justificar la condena, castigo y destrucción de Dios.

 

Mi negativa a confesar había hecho perder mucho prestigio al supuesto experto. Me torció con furia uno de los brazos por detrás de la espalda y tiró del otro hacia detrás de mi hombro, después me esposó con fuerza las manos. En menos de media hora, grandes gotas de sudor caían por mi rostro, y me impedían abrir los ojos. Al ver que yo iba a seguir sin contestar sus preguntas, me tiró al suelo y después me levantó por las esposas que tenía por detrás de la espalda. Mis brazos gritaron inmediatamente de dolor, como si se hubieran roto. Me dolía tanto que apenas podía respirar. Después, me empujó contra la pared y me hizo estar de pie contra ella. El sudor me nublaba los ojos. Me dolía tanto que todo mi cuerpo estaba cubierto del mismo, incluso mis zapatos estaban empapados. Siempre había sido frágil, y en este momento me derrumbé. Lo único que podía hacer era jadear. El demonio estaba a un lado mirándome. No sé lo que vio, quizás tenía miedo de que lo culparan si yo moría; cogió rápidamente un puñado de pañuelos de papel para secarme el sudor y después me dio una taza de agua. Hizo esto cada menos de media hora. No sé cuál era mi aspecto en ese momento. Imagino que debía de ser bastante aterrador, porque yo sólo podía jadear con la boca abierta; parecía que había perdido la capacidad de respirar por la nariz. Mis labios estaban secos y agrietados y necesitaba toda la fuerza que tenía simplemente para respirar. Sentí una vez más que la muerte se me acercaba, quizás esta vez moriría realmente. Pero en ese momento, el Espíritu Santo me esclareció. Pensé en Lucas, uno de los discípulos de Jesús, y en su experiencia al ser colgado vivo. En mi corazón, recobré espontáneamente la fuerza y seguí diciendo lo mismo una y otra vez para recordármelo a mí misma: “Lucas murió al ser colgado vivo. Yo, también, debo ser Lucas, debo ser Lucas, ser Lucas… Obedezco de buen grado las orquestaciones y disposiciones de Dios, deseo serle leal hasta la muerte como Lucas”. Justo cuando el dolor se volvió insoportable y yo estaba a punto de morir, de repente oí a uno de los policías malvados decir que varios hermanos y hermanas que creían en Dios Todopoderoso habían sido arrestados. Me consterné en mi corazón: van a torturar a más hermanos y hermanas. Serán especialmente duros con los hermanos. Mi corazón se llenó de preocupación. Seguí orando por ellos en silencio. Quizás estuviera tocada por el Espíritu Santo; cuanto más oraba, más inspirada estaba. Olvidé inconscientemente mi dolor. Sabía muy bien que estas eran las sabias disposiciones de Dios; Él era consciente de mi debilidad y me estaba guiando en mi momento más doloroso. Esa noche, ya no me importó cómo me trataba la policía, y no presté la más mínima atención a sus preguntas. Al ver lo que estaba aconteciendo, los malvados policías usaron los puños para golpear salvajemente mi rostro, después enrollaron el pelo de mi sien en sus dedos y tiraron de él. Mis orejas estaban hinchadas porque me las retorcieron, mi cara era irreconocible, la parte baja y alta de mis piernas quedaron magulladas y despellejadas cuando me pegaron con un trozo grueso de madera, y mis dedos también habían quedado amoratados tras ser aplastados con un trozo de madera. Después de colgarme por las esposas durante seis horas, cuando los malvados policías las abrieron, estas habían arrancado la carne por debajo de mi pulgar izquierdo, sólo me quedaba una fina capa antes del hueso. Las esposas también me habían dejado las muñecas cubiertas de ampollas amarillas, y no hubo manera de volver a ponérmelas de nuevo. En ese momento, entró una mujer oficial de policía de aspecto importante. Me miró de arriba abajo, y les dijo: “No podéis pegarle más a esta, está a punto de morir”. La policía me encerró en una de las habitaciones del hotel. Las cortinas se mantenían bien cerradas veinticuatro horas al día. Pusieron a alguien de guardia en la puerta, y nadie del personal de servicio podía entrar, como tampoco nadie podía ver las escenas de sus torturas y ataques salvajes dentro. Hacían turnos para interrogarme sin respiro. No me dejaron dormir durante cinco días con sus noches, no me dejaban sentarme o estar en cuclillas ni comer mi ración de comida. Sólo me permitían estar de pie apoyada contra la pared. Un día, vino un oficial a interrogarme. Al ver que yo lo estaba ignorando, se enfureció y me mandó volando debajo de la mesa de una patada. Después, me sacó de un tirón y me dio un puñetazo, provocando que me saliera sangre de la comisura de los labios. Para encubrir su salvajismo, cerró rápidamente la puerta para que nadie entrara. Después cogió un puñado de pañuelos de papel y limpió la sangre, me quitó con agua la de la cara y limpió la del suelo. Yo dejé deliberadamente parte de la sangre en mi jersey blanco. Sin embargo, cuando volví al centro de detención, la policía malvada dijo a las otras presas que la sangre de mi ropa era de cuando me examinaron en el hospital mental, y que allí es donde yo había estado los últimos días. Las heridas y la sangre de mi cuerpo las habían provocado los pacientes; ellos, la policía, no me habían tocado… Estos hechos crueles me mostraron la crueldad, la astucia insidiosa y la falta de humanidad de la “policía del pueblo”, y al mismo tiempo, realmente sentí la protección y el cuidado de Dios por mí. Cada vez que mi dolor pasaba por su peor momento, Dios me esclarecía y me guiaba, aumentando mi fe y mi fuerza, dándome la valentía para mantenerme firme por Él. Cuando el salvajismo de la policía malvada me dejó a las puertas de la muerte, Dios me permitió oír las noticias del arresto de otros hermanos y hermanas, y lo usó para moverme más a orar por ellos, de forma que olvidé mi dolor y vencí sin saberlo los obstáculos de la muerte. Gracias al contrapunto del mal, el brutal Satanás, vi que sólo Dios es la verdad, el camino, y la vida, y que sólo Su carácter es el símbolo de la justicia y la bondad. Sólo Dios lo gobierna todo, y lo dispone todo, y usa Su gran poder y sabiduría para guiar cada uno de mis pasos en la derrota del asedio de multitudes de demonios, en la victoria sobre la debilidad de la carne y los obstáculos de la muerte, permitiéndome sobrevivir tenazmente en esta oscura guarida. Cuando pensaba en el amor y la salvación de Dios, me sentía inspirada en gran manera, y me decidí a luchar contra Satanás hasta el final. Aunque me pudriera en la cárcel, me mantendría firme en mi testimonio y satisfaría a Dios.

 

Después de intentar todo lo que pudieron, los policías malvados no habían conseguido nada de mí. Al final, dijeron convencidos: “El PCCh está hechos de acero, pero los que creen en Dios Todopoderoso son de diamante, están en un nivel superior que el PCCh en todos los aspectos”. Tras oír estas palabras, no pude evitar alegrarme y alabar a Dios: ¡Oh Dios, te doy gracias y te alabo! Con Tu omnipotencia y sabiduría has vencido a Satanás y derrotado a Tus enemigos. Eres la autoridad más alta, ¡que la gloria sea para ti! Solo en ese momento entendí que da igual lo cruel que sea el gobierno del PCCh, ya que está controlado y orquestado por las manos de Dios. Como dicen Sus palabras: “Todas las cosas en los cielos y sobre la tierra deben venir bajo Su dominio. No pueden tener ninguna elección y deben someterse todas a Sus orquestaciones. Esto fue decretado por Dios y es Su autoridad” (‘El éxito o el fracaso dependen de la senda que el hombre camine’ en “La Palabra manifestada en carne”). 

 

Un día, los policías malvados vinieron para interrogarme una vez más. Esta vez, todos parecían un poco extraños. Me miraban cuando hablaban, pero no parecían estar hablándome a mí. Parecían estar discutiendo algo. Como en las ocasiones anteriores, este interrogatorio acabó en fracaso. Más tarde, la policía malvada me llevó de vuelta a mi celda. Por el camino, de repente los oí decir que parecía que me liberarían el primer día del mes siguiente. Al oír esto, mi corazón casi estalla de entusiasmo: ¡Esto significa que estaré fuera en tres días! ¡Puedo marcharme finalmente de este infierno demoníaco! Reprimí la alegría en mi corazón y esperé y aguardé que pasara cada segundo. Tres días parecieron tres años. ¡Finalmente, llegó el primer día del mes! Ese día, miraba hacia la puerta, esperando que alguien dijera mi nombre. Pasó la mañana, y no ocurrió nada. Puse todas mis esperanzas en marcharme por la tarde, pero cuando llegó la noche, siguió sin ocurrir nada. A la hora de la cena, no tenía ganas de comer. Tenía un sentimiento de derrota en mi corazón; en ese momento, era como si mi corazón hubiera caído del cielo al infierno. “¿Por qué no come?”, preguntó el guardia a las demás presas. “No ha comido mucho desde que volvió del interrogatorio aquel día”, respondió una de las presas. “Pónganle la mano en la frente; ¿está enferma?”, dijo el guardia. Una presa vino y lo hizo. Dijo que estaba ardiendo, que yo tenía fiebre. Y la tenía de verdad. La enfermedad había aparecido de forma muy repentina, y era muy grave. En ese momento, me desfallecí. En el transcurso de dos horas, la fiebre empeoró más y más. ¡Yo lloraba! Todos ellos, incluyendo el guardia, me veían llorar. Estaban todos perplejos: opinaban de mí que yo era alguien que nunca se dejó seducir por la zanahoria ni intimidar por el palo, que no había derramado una sola lágrima cada vez que hizo frente a una dolorosa tortura, a quien habían colgado por las esposas durante seis horas sin que soltara ni un gemido. Pero hoy, sin ninguna tortura, lloraba. Ellos no sabían de dónde venían mis lágrimas, simplemente pensaron que yo debía de estar muy enferma. En realidad, sólo Dios y yo sabíamos la razón. Todo esto se debía a mi rebeldía y desobediencia. Estas lágrimas fluían porque sentí desesperación cuando mis expectativas se habían quedado en nada y mis esperanzas se habían frustrado. Eran lágrimas de rebeldía y queja. En ese momento, ya no quería poner más mi determinación en dar testimonio de Dios. Ni siquiera tenía la valentía para ser puesta a prueba así de nuevo. Esa noche, lloré lágrimas de aflicción porque ya había tenido bastante de la vida en la cárcel, despreciaba a estos demonios y aún más que eso, odiaba estar en este lugar de demonios. No quería pasar ni un segundo más allí. Cuanto más pensaba en ello, más desanimada estaba, y más tenía un gran sentimiento de agravio, lástima, y soledad. Me sentía como si fuera una barca solitaria en el mar, que el agua podía tragarse en cualquier momento; además, sentía que los que estaban a mi alrededor eran tan insidiosos y espantosos que podrían descargar su ira sobre mí en cualquier momento. No podía parar de clamar: “¡Oh Dios! Te ruego que me salves. Estoy a punto de derrumbarme, podría traicionarte en cualquier momento y lugar.

 

Le oré a Dios una y otra vez, y estas palabras Suyas se me ocurrieron: “Para cualquiera que aspire a amar a Dios, no hay verdades imposibles de conseguir y ninguna justicia por la que no puedan permanecer firmes. ¿Cómo deberías vivir tu vida? ¿Cómo debes amar a Dios y usar ese amor para satisfacer Su deseo? No hay asunto mayor en tu vida. Sobre todo, debes tener este tipo de aspiraciones y perseverancia, y no debes ser como esos invertebrados, esos que son débiles. Debes aprender cómo experimentar una vida que tenga sentido y cómo experimentar verdades significativas, y de esa manera no deberías tratarte a ti mismo a la ligera” (‘Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio’ en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios me dieron fe. Pensé en cómo había jurado solemnemente ante Dios que no importaría cuánto sufriera, me mantendría firme en el testimonio y avergonzaría a Satanás. Pero cuando iba a enfrentarme a la tortura de la policía durante mucho tiempo, perdí mi determinación y solo esperaba el día en que pudiera escapar de ese miserable lugar. ¿Cómo fue esa clase de sumisión? ¿Cómo era eso cualquier tipo de testimonio? En una oración a Dios, juré que aunque esto significara pasar toda mi vida en prisión, nunca sucumbiría a Satanás. Me mantendré firme en el testimonio y humillaría a Satanás. Luego, el 6 de diciembre de 2005, fui liberado, poniendo fin a esa infernal vida en prisión.

 

Después de experimentar este arresto y persecución, aunque mi carne había soportado alguna dificultad, yo había desarrollado perspectiva y discernimiento, y había visto realmente que el Gobierno del PCCh es la personificación de Satanás el diablo, una banda de asesinos que mataría personas en un abrir y cerrar de ojos, sino que también había llegado a entender la omnipotencia y la sabiduría de Dios, así como Su justicia y santidad, había llegado a apreciar los buenos propósitos de Dios al salvarme, así como Su cuidado y protección hacia mí, permitiéndome, durante el salvajismo de Satanás, vencer a este paso a paso, y mantenerme firme en mi testimonio. Desde ese día en adelante, deseé dar todo mi ser completamente a Dios. Yo lo seguiría fielmente, para poder ser ganada antes por Él.

 

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