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Reflexiones para padres de familia Cómo ser padres felices

de Huiyuan, Malasia

“Estas últimas semanas, su hijo ha prestado mucha atención en clase y es un chico muy sensato. Es una persona totalmente diferente a la que solía ser. ¿Cómo es que ha cambiado tanto de repente? ¿Cómo lo educa en casa?” Al escuchar a la maestra decir aquello, sonreí un poco y mi corazón se llenó de gratitud hacia Dios. El gran cambio de mi hijo es fruto de la obra de Dios, ¡y yo le doy las gracias! Mis intentos de educar bien a mi hijo siempre habían sido un fracaso, pero entonces tuve la fortuna de aceptar la obra de Dios de los últimos días y, bajo la guía de las palabras de Dios, al fin entendí cómo educar a mi hijo y me convertí en una madre feliz.

 

Mi hijo travieso me sacó de mis casillas

 

En los últimos años, he visto a muchos padres malcriar a sus hijos, lo que ha provocado que estos se vuelvan cada vez más descontrolados e inconscientes. Por tanto, después de casarme y tener hijos, me dije: “De ninguna manera voy a malcriar a mis hijos. Sin duda seré estricta con ellos, procuraré que su conducta siga normas aceptables, que desarrollen buenos hábitos desde el principio”. Pero mi hijo mayor era muy travieso y tenía muchos malos hábitos. Por ejemplo, a menudo se subía al pasamanos de la escalera mecánica y se deslizaba de arriba abajo, rompía cosas por la casa, tiraba basura donde le daba la gana y era difícil para comer, entre otras cosas. Con el fin de combatir estos problemas, elaboré un plan para educarlo: cada vez que era quisquilloso con la comida, lo regañaba, y luego ya no se atrevía a ser quisquilloso; si veía algo en la vida que creía que sería beneficioso para su educación, entonces él tenía que hacer lo que yo le dijera. Si no lo hacía, yo tenía mi propia manera de controlarlo y le hacía saber cuáles serían las consecuencias de ser desobediente... Hice todo lo posible por educar a mi hijo, pero apenas se producían cambios en él. Era un enorme dolor de cabeza.

 

Un día lo llevé a casa de su tía a jugar. Mientras yo no miraba, mi hijo orinó en la entrada de la casa y, además, dejó tirado un paquete de patatas por allí. Mi hermana me dijo que mi hijo era un maleducado, que debía castigarlo. Al escucharla decir eso, me puse colorada como un tomate y me enfadé un poco. Este chico es un desastre, pensé. Cada vez que salimos me avergüenza. Esto no puede seguir así. ¡Debo hacer que pierda estos malos hábitos! Al llegar a casa, regañé a mi hijo y le dije que debía perder los malos hábitos. Inesperadamente, varias horas después, mi hijo volvió a tirar un paquete de patatas al suelo. Aunque estaba muy enfadada, mantuve la calma y le dije que no lo hiciera más. Pero un poco más tarde volvió a tirar basura al suelo. Al ver que mi hijo me ignoraba una y otra vez, ya no pude contener mi enfado y pensé: si no lo cortas de raíz, ¿acaso no va a ser peor a medida que crezca? En un ataque de ira, le regañé severamente. Entonces se puso a llorar y me dijo que no volvería a tirar basura. A decir verdad, en los días siguientes no encontré más basura por el suelo; estaba muy contenta, creí que al fin había cambiado. Un día, limpiando, me encontré por sorpresa el suelo bajo del sofá cubierto de paquetes de patatas. Me sentí enfadada e indefensa, y pensé: para quitarle los malos hábitos a mi hijo he intentado controlarle, aconsejarle y gritarle. He hecho todo lo que he podido y, sin embargo, sigue siendo muy desobediente. ¡Oh! ¿Cómo se supone que debo educar bien a mi hijo? Durante un tiempo, me sentí totalmente impotente.

Mi hijo no sólo me causaba múltiples preocupaciones en el día a día, sino que también me tenía preocupada por sus estudios. Un día, su maestra del jardín de infancia me dijo que, a pesar de que mi hijo tenía cinco años, no sabía escribir muchos caracteres chinos o letras básicas del inglés; me preguntó cómo había escogido sus anteriores jardines de infancia y cómo era posible que su educación se hubiera dejado tanto. Esas pocas palabras de la maestra me hicieron sentir muy avergonzada, y pensé para mis adentros: ¿por qué es tan malo mi hijo en los estudios? Esto no puede seguir así. Parece que a partir de ahora tendré que encargarme yo de su educación. Así que, a partir de entonces, todos los días después del colegio le daba clases de apoyo y le dictaba palabras en inglés, chino y malayo para que las escribiera, incluso los fines de semana. Tenía que hacer lo que yo le decía para que no le regañara. Con el paso del tiempo, noté que el comportamiento de mi hijo se estaba volviendo un poco inusual: ya no me miraba cuando le hablaba, a veces fingía no haberme oído y apenas me hablaba. Viendo que mis clases de apoyo tenían ese efecto en él, me sentí muy angustiada, pero no sabía qué hacer al respecto.

 

Las palabras “No eres mi mami” fueron puñales en mi corazón

 

La maestra de mi hijo me llamó para decirme que no estudiaba nada bien en clase, que siempre estaba jugando y escribía tonterías en las respuestas de los exámenes. Al oír esto, me enfadé muchísimo. En cuanto mi hijo llegó a casa, le di una reprimenda brutal: “¿Cuántas veces te he dicho que prestes atención en clase? ¿Por qué no me escuchas? ¿No te entra en la cabeza lo que te digo?” Nunca hubiera esperado que mi hijo reaccionara de manera tan desafiante conmigo y, llorando, me dijera: “Quiero ir a casa de la abuela, no quiero vivir aquí”. ¡No quiero vivir contigo! Me acosan en la escuela, y tú me acosas cuando llego a casa. ¡No eres mi mami!”

Al ver a mi hijo reaccionar de esa manera, me quedé muda. Cada palabra que me decía era como un cuchillo afilado que se clavaba profundamente en mi corazón, me dolía muchísimo. Nunca hubiera imaginado que mi hijo me pagaría con esas palabras todos los esfuerzos y energías que había dedicado a su educación. Contuve las lágrimas y le dije: “Mami te quiere. Hago esto por tu bien. ¿Cómo puedes decir esas cosas?”

Mi hijo no paraba de llorar y dijo: “¡No! ¡Tú no me quieres!” Tras decir eso, corrió a su habitación y me dejó sola. Más tarde, me enteré de que la maestra había malinterpretado a mi hijo en esta ocasión. Mi hijo estaba en clase buscando su lápiz y su goma y la maestra pensó que estaba haciendo el tonto, así que le regañó. Y sus compañeros de clase lo habían estado acosando porque sus notas no eran demasiado buenas. Al enterarme, me odié a mí misma por no haber aclarado la situación antes de enfadarme con mi hijo y herir sus sentimientos de esa manera. Sin embargo, para mantener mi dignidad como madre, no admití el error ante mi hijo.

Desde entonces, noté que la actitud de mi hijo mayor hacia sus hermanos menores iba a peor. Cada vez que hacían algo que no le gustaba, los amenazaba diciendo: “¿No entiendes lo que te estoy diciendo? Si no haces lo que te digo, te voy a pegar”. La forma en que hablaba y su tono de voz eran exactamente iguales a los que yo había estado usando con él. Durante un tiempo, me sentí perdida e indefensa. ¿Por qué, pensé, me estaba esforzando tanto en educar a mi hijo y sólo conseguía este resultado? ¿Qué debía hacer? ¿Cómo se supone que debía educar a mi hijo?

 

Comprender mis propios problemas me llevó a sentirme profundamente en deuda con mi hijo

 

Más tarde, noté que el hijo de mi vecino (mi vecino era cristiano) estaba muy bien educado, y pensé para mis adentros: ¿Podría ser que los hijos de los cristianos se comportan mejor que los demás niños? ¿Cómo educa a su hijo? Entonces pensé que la tía también era cristiana y que su hijo había sido travieso pero ahora se comportaba muy bien. ¿Cómo lo había conseguido? Sentí mucha curiosidad al respecto, así que me puse en contacto con ella y le hablé sobre mis dificultades. Me dijo que todo eso sucedía porque no había acudido a Dios, porque no entendía la verdad y trataba a mi hijo en base a mi sangre caliente y mi carácter corrupto. Si entendemos la verdad, dijo, y aprendemos a actuar de acuerdo con los principios de la verdad, entonces sabremos cómo educar a nuestros hijos. Al oírla decir esto, me pareció vislumbrar un poco de esperanza. Para educar bien a mi hijo, me dediqué con todo mi empeño a querer entender la verdad. Más tarde, le pedí a mi tía que me llevara a su iglesia.

Tras hablar con los hermanos y hermanas sobre mis problemas para educar a mi hijo, estos me leyeron un importante pasaje de las palabras de Dios: “Una vez que el hombre tiene estatus, encontrará frecuentemente difícil controlar su estado de ánimo, y disfrutará aprovechándose de situaciones para expresar su insatisfacción y dar rienda suelta a sus emociones; a menudo estallará de furia sin razón aparente, como para revelar su capacidad y hacer que otros sepan que su estatus e identidad son diferentes de los de las personas ordinarias. Por supuesto, las personas corruptas sin estatus alguno también perderán frecuentemente el control. Su enojo es a menudo provocado por un daño a sus beneficios individuales. Con el fin de proteger su propio estatus y dignidad, la humanidad corrupta dará frecuentemente rienda suelta a sus emociones y revelará su naturaleza arrogante. […] En resumen, la ira del hombre deriva de su carácter corrupto. No importa cuál sea su propósito, es de la carne y de la naturaleza; no tiene nada que ver con la justicia o la injusticia porque nada en la naturaleza y la esencia humana se corresponde con la verdad” (“Dios mismo, el único II”).

Una de las hermanas compartió conmigo y dijo: “Cuando nuestros hijos son traviesos y no entienden bien las cosas, nosotros, como padres, tenemos que enseñarles, esa es nuestra responsabilidad; no hay nada de malo en ello”. Pero después de haber sido corrompidos por Satanás, nuestra naturaleza se vuelve extremadamente arrogante y engreída, vanidosa, presuntuosa y santurrona, siempre queremos hacer que otros escuchen lo que decimos y estamos inflados de nuestro propio orgullo, tanto que incluso tratamos a nuestros hijos de esa manera. A menudo educamos a nuestros hijos desde el punto de vista de los padres, les obligamos a hacer lo que decimos y lo que queremos. Cuando nuestros hijos no nos obedecen, nos volvemos irracionales y nos enfadamos con ellos, les obligamos a hacer lo que decimos para mantener nuestra dignidad de padres; cuando nuestros hijos hacen algo mal o no cumplen con nuestras demandas, nos sentimos decepcionados y avergonzados, por lo que utilizamos todo tipo de métodos para tratar de controlarles y de que cumplan con nuestros requisitos y normas. Educamos a nuestros hijos sin considerar sus dificultades desde su propio punto de vista, sin guiarlos con calma, sin hacerles saber lo que está bien y lo que está mal, sino más bien forzando ciegamente a nuestros hijos a vivir y crecer de acuerdo con nuestras propias demandas, limitándolos, atándolos y dañándolos. Así, no sólo provocamos que nuestros hijos nos rechacen y sientan rechazo hacia nosotros, además causamos un efecto negativo en ellos y aprenden de nosotros a sermonear a los demás de manera condescendiente. Todas estas cosas son consecuencia de educar a nuestros hijos confiando en nuestro carácter arrogante. Si no tenemos la verdad y no hablamos ni actuamos con principios, entonces educaremos a nuestros hijos confiando en nuestro carácter arrogante, pensando siempre que lo hacemos por amor a nuestros hijos y porque tenemos buenas intenciones. Pero el resultado de esto es que nuestros hijos y nosotros mismos terminamos viviendo con dolor. En los últimos días, Dios encarnado ha venido a realizar Su obra de juicio y purificación. Él ha expresado millones de palabras y ha expuesto nuestro carácter satánico y la verdad de nuestra corrupción por parte de Satanás, y lo hace con la esperanza de que conozcamos nuestro propio carácter satánico a través de Sus palabras, de que veamos claramente el daño que nuestro carácter corrupto causa tanto a otros como a nosotros mismos, dejemos de lado nuestros puntos de vista paternales, dejemos de vivir por nuestro carácter arrogante, tratemos a la gente de acuerdo a las palabras y requerimientos de Dios y vivamos una humanidad normal”.

A través de las palabras de Dios y de la comunicación de la hermana, de repente vi la luz. Sí, en efecto, siempre me había considerado la madre de mi hijo y había creído que, independientemente de cómo lo educara, todo era para su beneficio, y que no estaba mal obligarle a estudiar o exigirle que actuara de acuerdo con mis deseos o me enfadara con él. Ahora comprendía que había estado educando a mi hijo según mi carácter corrupto. Había dicho que era por su propio bien pero, en realidad, lo había hecho para mantener mi dignidad como madre y mi autoestima. También me di cuenta de que no tenía la verdad y de que, al confiar siempre en mi carácter corrupto para educar a mi hijo, sólo lo estaba alejando de mí, de modo que incluso cuando le hacían mal en el colegio, no quería contármelo. Había llegado a un punto en el que estaba teniendo un efecto negativo en él y le había enseñado a sermonear condescendientemente a sus hermanos menores. Mi forma de educar a mi hijo había fracasado completamente; no sólo no le causaba ningún beneficio, sino que había provocado el efecto contrario. Mientras pensaba en ello, sentí un profundo sentimiento de deuda hacia mi hijo, ya no quería tratarlo según mi carácter arrogante.

Más tarde, le escribí a mi hijo mayor una carta de disculpa: “¡Hijo mío, mami lo siente mucho! No tuve en cuenta tus sentimientos cuando hice lo que hice. Es culpa de mami y voy a cambiar. ¿Quieres cambiar con mami?” Me sorprendió que mi hijo respondiera diciendo: “Mami, sé que no quieres gritarme. ¡Sé que eres una buena mami y te quiero! Quiero cambiar contigo”. La respuesta de mi hijo me hizo sentir muy aliviada. Nunca imaginé que fuera a entender las cosas tan bien. Pensé que nunca había tenido una conversación sincera con él ni había escuchado cómo se sentía de corazón, en vez de eso siempre lo había tratado según mi carácter arrogante. Al pensar aquello, me sentí aún más avergonzada.

 

Al llevar a mi hijo ante Dios, le di la mejor educación

 

Después, leí un pasaje de un sermón: “Si las personas solían encargarse de vuestra familia en la vida hogareña, tenéis que relevarlas de su puesto. Debéis apartaros de todos los ídolos, hacer de las palabras de Dios el dueño de vuestro hogar y permitir que Cristo gobierne. Esposo y esposa, padre e hijo, madre e hija, todos deben leer y comunicar las palabras de Dios juntos. Si existen problemas o discrepancias, estos pueden ser resueltos a través de la oración, la lectura de las palabras de Dios y la comunicación de la verdad. No escuchéis a las personas, como solíais hacer. La gente no debe someterse a lo que digan los demás, debe magnificar a Cristo y permitir que Sus palabras gobiernen su familia, y permitir que las palabras de Dios estén a cargo del hogar” (“Sermones y enseñanzas sobre la palabra de Dios ‘Ya que crees en Dios deberías vivir por la verdad’” en Sermones y enseñanzas sobre la entrada en la vida (VI)). ¡Cierto! Las palabras de Dios son la verdad y los principios de nuestras acciones y conducta. En todas las cosas, debemos exaltar a Dios como el más alto y permitir que Sus palabras tengan poder. Sabía que debía llevar a mi hijo ante Dios, permitirle que exaltara a Dios como el más alto y que, en cualquier asunto que surgiera, se comportara y actuara de acuerdo con las palabras de Dios: ¿no era esa la mejor educación para mi hijo? Después, cada noche, dedicaba tiempo a charlar con mi hijo y leerle las palabras de Dios, diciéndole que el hombre fue creado por Dios, como todas las cosas en el cielo y en la tierra, que era Dios quien nos guiaba y que debíamos escucharlo a Él. Cuando quería jugar y no me escuchaba, le explicaba pacientemente qué comportamientos le gustaban a Dios y cuáles odiaba, para que así aprendiera a distinguirlos. A veces mi hijo decía que había hecho algo malo, así que le animaba a tener calma, al tiempo que le instaba a orar, confiar y pedirle ayuda a Dios. Poco a poco, noté que mi hijo sonreía más, volvía a tener ganas de hablar conmigo y cada vez nos llevábamos mejor.

Un día, su maestra me llamó para decirme que había perdido los estribos con otro niño porque no le dieron un caramelo y que, después de aquello, se había escondido bajo su silla. Al llegar a casa, le pregunté por qué había perdido los estribos con el otro niño y se había escondido bajo una silla. Dijo que era porque el otro niño le había dado a todos los de la clase un caramelo menos a él, y por eso se había enfadado. Pero después de enfadarse pensó que a Dios no le gustaba ese tipo de comportamiento, así que se había escondido bajo su silla para orar y pedirle a Dios que le ayudara a no perder los estribos nunca más. Al oírle hablar, me sentí muy aliviada y le dije: “La próxima vez, acuérdate de orarle a Dios antes de perder los estribos”. Mi hijo se echó a reír y dijo: “¡Lo sé, mami!”

Hace ya seis meses que mi hijo y yo creemos en Dios y, con la guía de Sus palabras, ya no pierdo los nervios con él como antes. Mi hijo mayor también se ha vuelto muy sensato y no hace falta que ande detrás de él para que haga sus tareas. Sus notas también están mejorando, y en el colegio ya ha pasado de la clase D a la B. Sé que todo esto ha sucedido gracias a la guía de Dios y es el resultado de Su obra. Al rememorar mis propias experiencias, valoro realmente que fue la iluminación y guía de las palabras de Dios lo que me permitió obtener algo de conocimiento sobre mi propio carácter corrupto y llevar una senda de práctica; sólo entonces entendí cómo educar a mi hijo y convertirme en una madre feliz. ¡Gracias a Dios!

Fuente: Relámpago Oriental

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