Tal vez algunos hermanos y hermanas, al oír hablar de la fe, declaren con confianza que ellos sí la tienen. “Tengo fe en Dios al 100 %. Reconozco a Dios en todo momento, lo que demuestra que soy una persona de fe”. “Creo que el Señor Jesús es nuestro Salvador y que fue crucificado para redimirnos de nuestros pecados. Siempre que oremos y nos confesemos ante el Señor, Él nos perdonará los pecados. ¿Eso no es tener fe en el Señor?”. “Hace años que creo; he dejado mi profesión, mi familia y mi empleo para entregarme al Señor y trabajar para Él. He fundado iglesias por todas partes y sufrido mucho sin quejarme jamás. Todas estas son manifestaciones de que tengo fe en Dios”. Es innegable que creemos en la existencia de Dios, que trabajamos y nos entregamos al Señor con entusiasmo y que sufrimos y pagamos las consecuencias por Él. No obstante, ¿significan estas cosas que tenemos auténtica fe en Dios? Merece la pena que todos nosotros, hermanos y hermanas que sinceramente creemos en el Señor y tenemos sed de la verdad, analicemos y hablemos de este asunto.
Veamos mi ejemplo. Desde que me hice cristiana, siempre he participado activamente en reuniones, he compartido el evangelio con otras personas y he ofrecido apoyo a hermanos y hermanas que estaban pasando por debilidades. Jamás una dificultad me ha impedido hacer estas cosas. Estoy más que dispuesta a dejar de lado mis comodidades humanas para servir al Señor con entusiasmo, por lo que me considero una persona amante y devota del Señor y que tiene fe en Él. Sin embargo, cuando mis familia y yo enfermamos y nuestro estado no mejoraba ni siquiera tras haber orado durante un tiempo, me desanimé, me sentí decepcionada por Dios y llegué a quejarme de que no nos protegía ni a mí familia ni a mí. La cruda realidad me reveló que yo carecía por completo de auténtica fe y que únicamente la basaba en la armonía familiar y en que estuviéramos libres de enfermedades físicas o catástrofes. No obstante, mi verdadera estatura se reveló en el momento en que sucedió algo indeseado. Fue entonces cuando comprendí que mi fe en Dios era tan pobre que daba pena, que no era nada de lo que realmente pudiera alardear. Al observar a los hermanos y hermanas de mi entorno, la mayoría estaban igual. Algunos, por lo general, dejan de asistir a los servicios religiosos cuando sus horarios les coinciden con asuntos domésticos o profesionales, con el fin de que no se vean afectados sus propios intereses. Puede que otros oren al Señor para pedirle una salida la primera vez que se bloquean buscando empleo o en otros aspectos, pero si el problema sigue sin resolverse, le guardan rencor al Señor y hasta se desaniman y desmotivan. Pasan a confiar en los amigos de su entorno que parecen tener poder y autoridad o es posible que actúen en función de sus propios esquemas. También hay hermanos y hermanas que participan con entusiasmo en todos los aspectos del trabajo de la iglesia cuando reciben bendiciones del Señor, pero cuando sucede algo terrible en casa o afrontan un fracaso en los negocios, viven en la incomprensión y las quejas hacia el Señor o incluso se alejan de Él.
Por lo que expresamos y vivimos diariamente, vemos que nuestra fe, sencillamente, no resiste las pruebas de la realidad. Simplemente reconocemos que el Señor Jesús es el Dios verdadero y creemos que es nuestro Salvador, lo que no implica que tengamos auténtica fe en Él. Sobre todo, no implica que nunca vayamos a negar ni a abandonar a Dios sea cual sea el entorno en que nos hallemos. Eso se debe a que nuestra fe no se fundamenta en una verdadera comprensión de Dios, sino en si podemos o no recibir Sus bendiciones y promesas y sacar algún provecho. Por eso nuestra fe en Dios no tiene nada de auténtica.
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